Esteban Alcántara 2023
Soy seguidor del gran director británico Ridley Scott desde hace muchos años, pues ha realizado obras de gran significado para el cine, como Los duelistas (1977), Alien (1979), o Thelma y Louise (1991). Pero, como a tantos otros, fue la gran película Gladiator (2000), la que me ganó definitivamente, y de forma muy especial, la primera media hora del film, que es realmente impresionante, con una puesta en escena extraordinaria respecto al enfrentamiento de las legiones del emperador Marco Aurelio contra los bárbaros, superando, tanto el ambiente bélico, la atmósfera que circunda las ecenas, las armaduras y armamento, máquinas de guerra, estrategias, la humedad que transmite la tierra, la tensión de los enfrentados…, a escenas similares que pudimos ver, por ejemplo, en la película La caída del imperio romano (1964), del director Anthony Mann. Todo extraordinariamente cuidado para plasmar unas imágenes que hoy, veintitrés años después, son una gran referencia para comprender la bélica en aquella época. En 2005, realizó otra obra que impresionó por su realización, fotografía y la compleja presentación de la bélica: El reino de los cielos. Nadie se había atrevido antes a realizar algo tan complejo como la situación en Palestina en la época del reinado de Balduino IV, la batalla de Hattin y la caída de Jerusalén a manos de Saladino. Scott nos hizo un verdadero regalo a los que, desde jóvenes, nos habíamos introducido en los episodios de las Cruzadas. En 2010, estrenó una revisión moderna de Robin Hood. Por su guión libre, no recibió buenas críticas a pesar de la interpretación de Russell Crowe. Sin embargo, otra vez la genial ambientación de la época con sus detalles muy cuidados, nos hizo transportarnos al mundo medieval de villas y castillos, y a la bélica del siglo XIII, muy bien tratada, sobre todo, en los combates por el asalto del castillo de Gaillard, en Normandía, dirigidos por el rey Ricardo Corazón de León, ante cuyos muros terminaría muriendo el monarca inglés.
Napoleón (2023).
Cuando supe, por primera vez, que Ridley Scott iba a acometer con la vida de Napoleón Bonaparte, me dije que sería algo para no perdérselo, y más si Napoleón iba a estar interpretado por ese grandísimo actor que es Joaquin Phoenix. Así que al llegar el día del estreno ya estaba allí. Intuía, antes que empezar, lo muy complicado que sería para un equipo de cineastas realizar una película sobre la vida de Napoleón, una misión casi imposible, incluso para un filme de cuatro horas. La única forma para hacerlo en condiciones podría ser en una saga de tres películas Esa era para mí la gran incógnita, pues en las semanas anteriores quise evitar leer las críticas para no ir mediatizado antes de verla. Una de las sensaciones que tuve al terminar la proyección, fue que ésta debería de haberse llamado Napoleón y Josefina, pues creo que los sucesos políticos y militares que se van intercalando entre la situación amorosa de la pareja son realmente jalones que pivotan en torno a su historia. Precisamente, en los trailer que precedieron al estreno, lo que en segundos pudimos ver, daba otra sensación muy diferente para el futuro espectador: impresionantes escenas de batallas y de acción, que parecía ocuparían la mayor parte del filme, bajo la buena mano y experiencia de Ridley Scott.
Como he citado, el peso de la película recae sobre el matrimonio Bonaparte, bien llevado por esos dos excelentes actores que son Joaquin Phoenix y Vanesa Kirby, una garantía para cualquier director y un gozo de interpretación para los ojos del espectador.
Algunos errores históricos de la película.
En tiempos anteriores, hubo películas que trabajaron de forma detallada los pormenores de las secuencias de algunas de las batallas más importantes en las que participó Napoleón Bonaparte, y que, a pesar de los años pasados, se aproximan bastante a lo sucedido en el relato histórico de cada una de ellas. Me refiero a Austerlitz (1960), con Pierre Mondi como Napoleón, y dirigida por Abel Gance; la retirada de Rusia, insertada de forma magnífica en la película Guerra y Paz (1956), con Herbert Lom como Bonaparte, y dirigida por King Vidor; Waterloo (1970), con Rod Steiger dando vida a Napoleón y dirigida por el director ruso Sergei Bondarchuk, y la batalla de Eylau, enmarcada en la miniserie francesa titulada Napoleón (2002), con Chistian Clavier como Bonaparte, y dirigida por Yves Simoneau. Con excepción de lo que recoge Guerra y Paz y la miniserie, las otras dos están dedicadas desde sus prolegómenos hasta el final, a describir al completo las batallas de Austerlitz y Waterloo. Uno presumía, simplemente por la cuestión de tiempo, que la película de Scott no podría dedicar tanto espacio a la descripción de esas batallas, pero sí, al menos, que siguiendo el relato histórico de las mismas, proyectara sobre ellas todo el poderío técnico actual para las imágenes, compensando así la falta de mayor extensión. Pero es aquí, cuando se produce la decepción. La estrategia con la que se plasma la batalla Austerlitz no tiene nada que ver con la que realmente planteó Bonaparte, y por no ver, ni aparece el “sol de Austerlitz”, que tanto evocó Napoleón; labor que creo imposible por tanta utilización de filtros en las imágenes. Siguiendo lo que las narraciones francesas contaron en su tiempo, en el tramo final de la batalla aparecen las escenas de los impactos de los proyectiles rompiendo los hielos de la laguna Satschan, tragándose a los fugitivos austriacos y rusos. Son escenas resueltas con gran espectacularidad y técnica. Aparecieron en la película Austerlitz, y sobresalen ahora en la de Scott, aunque en la actualidad, tras ser drenada esa laguna, no se han encontrado, con trabajos arqueológicos, restos algunos de aquella acción. Lo mismo pasa con el Waterloo de Scott, donde no aparecen los terribles e importantes combates de Hougoumont o la Haye Sainte. Tras la línea francesa se ve en retaguardia un impresionante campamento de tiendas y, a vanguardia, formaciones de trincheras. Ni una cosa ni otra existieron en la línea imperial de Waterloo. Excesivo, también, el desnivel donde aparece situada la línea británica en Monte San Juan. Lo de Napoleón cargando a caballo, sable en mano, es en exceso totalmente innecesario, y hasta fatal, considero. La salud de Napoleón en Waterloo nunca estuvo para esos trotes, ni su relevante cargo de general en jefe le podía llevar a combatir como un joven cadete de caballería. Luego, los ataques de uno y otro ejército, no van con la cronología histórica. Lo único salvable son las extraordinarias imágenes de la caballería francesa atacando a los cuadros británicos. Ahí sí que acierta el director que, finalmente, con su no aparición, niega a la guardia imperial el relieve que tuvo al final de la batalla de Waterloo. Por otra parte, el duque de Wellington que vemos en la película de Sergei Bondarchuk, interpretado por el magistral y tristemente desaparecido Christopher Plummer, no tiene nada que ver con el que aparece en el filme de Scott. No voy a entrar en otros errores históricos del film que serán fáciles de identificar por los espectadores, y porque además, algunos de ellos ya están dando la vuelta al mundo
Por tanto, pienso que Napoleón (2023) es una película meritoria y de grandes imágenes, con una excelente interpretación de Joaquin Phoenix y Vanesa Kirby, y que ha contado con un grandísimo vestuario, pero que el relato histórico y varias puestas en escenas deberían haberse cuidado mejor, creo que sin demasiado esfuerzo. Sí están bien recogidas, la escenografía del golpe de Brumario y la represión contra los insurgentes en París, cuando Napoleón sacó cuarenta cañones a la calle, y caballería, para reprimirlos en los tiempos del Directorio. Es justo decirlo. Por ello, lo mejor es ir a verla y sacar conclusiones. El cine, en definitiva y aparte de otras cosas, es para eso.